Jardines Oníricos de Angelica Lineariloba

I'm not a Liar. I'm Just a Beautiful Lie

   Jul 12

Tienda de antigüedades.

Una gota helada de agua cayó sobre la nariz de Mario. Volteó hacia los cielos y otras tres gotas tan heladas como la primera le mojaron el rostro. En cuestión de segundos se desató un aguacero tan hostil que Mario no tuvo otra opción que salir corriendo en busca de refugio. Corrió por aquella calle vacía tratando de encontrar un toldo, un techo, algo que lo resguardase de semejante ducha inesperada. Existen dos tipos de personas cuando comienza a llover: aquellos que corren asustados buscando un lugar seco y aquellos que caminan sonrientes mientras el agua lava su cabello y refresca sus penas. Mario era de las primeras. Tras haber corrido por más de tres cuadras sin encontrar donde esconderse de la lluvia llegó a la conclusión de que en aquella ciudad la gente no tenía miedo al agua que cae del cielo.

Dobló en una esquina. a unos cuantos metros descubrió una pequeña puerta, oxidada, llena de barro, pero abierta y con un pequeño letrero que decía “Abierto, pase ud.”

Sin dudarlo entró en lo que parecía una tienda de antigüedades. Cerca de la puerta vio un anaquel tan viejo como la puerta de la entrada, repleto de paraguas en oferta.

– Un poco tarde. Ya estoy empapado.
Murmuró.

Al fondo de la habitación encontró un mostrador en donde se encontraba un anciano con largas orejas de las cuales colgaban unos enormes anteojos cuadrados que hacían que sus ojos se vieran tan grandes como los de un búho.

– Pase joven. Hay muchos objetos interesantes. Si hay algo que le guste no dude en preguntar.

Mario no se atrevió a decirle al anciano que solo estaba ahí para resguardarse de la lluvia. Así que comenzó a curiosear por la tienda que tenía un aroma a polvo acumulado y madera vieja. Uno nunca sabe qué clase de objetos interesantes puedan encontrarse en un lugar así.

Llamó su atención una pared repleta de figuras de pasta y plástico. Cientos de santos, vírgenes y demás iconos religiosos producidos en serie. Tomó una pequeña imagen del Sagrado Corazón. La figurilla tenía las mejillas pintadas de rosa y los ojos enormes, uno más abajo que el otro. Su barba y cabello tenían un tinte que pretendía ser rubio, pero en realidad era anaranjado. El corazón llameante salpicado de brillantina que se había escurrido por el manto. Lo volteó de cabeza y pudo observar la leyenda MADE IN CHINA en alto relieve.

-Que porquería! pensó.

Al instante sintió que miles de ojos lo observaban. Levantó la vista y pudo ver como cientos de angelitos, vírgenes y santos lo miraban fijamente con aire inquisitorio.

Parpadeó asustado. Volvió a colocar La figurilla del Sagrado Corazón en su lugar y siguió recorriendo la tienda.

En un estante de aluminio encontró un montón de Viewmasters, esos aparatos rojos que parecen binoculares pero en realidad contienen fotografías ligeramente diferentes para cada ojo, que dan la ilusión de tercera dimensión. Tomó uno al azar y lo puso en sus ojos. En la primera fotografía no había nada, solo una mancha roja obscura. Accionó el mecanismo para pasar a la siguiente foto. En ella aparecía un móvil de madera, visto desde abajo.

-Interesante.

Pasó a la siguiente foto y observó unos juguetes de madera. En la siguiente pudo ver un pizarrón con sumas y restas, una maestra joven vestida con una falda larga y con las manos sucias de tiza. En la siguiente foto pudo ver con mucho detalle una banqueta sucia, una sombra infantil proyectada sobre ella y dos gotitas de sangre justo debajo de la cabeza de aquella sombra. Siguió observando las fotografías; era como husmear en la vida de otra persona. Pasó por fotos aburridas como un escritorio lleno de libros escolares, otra con una esquina de una habitación, proyectada en la pared nuevamente la sombra infantil, pero ahora con un alargado sombrero en forma de cono. Accionó la palanca del Viewmaster repetitivamente hasta encontrar algo interesante. La imagen de una chica de unos 16 años. Tenía el cabello negro y los ojos color miel. Sonrió. Más adelante encontró más fotografías de la misma chica, pero ahora adulta. Un beso, desnuda en la cama, sonriendo frente a un atardecer, abrazando a un bebé. Después encontró una foto de un espejo de baño. Ahí pudo ver la imagen de un hombre de unos 40 años afeitándose. Siguió pasando las fotografías hasta encontrar una, donde un hombre, similar al de la foto del espejo y la chica, ahora arrugada y con el cabello gris, lo observaban desde arriba con rostro de preocupación. Arriba de ellos se veía una lámpara de hospital antiguo. Sintió miedo. Pasó a la siguiente foto y se dió cuenta que había regresado a aquella mancha roja obscura.

Estaba a punto de accionar nuevamente la palanca del Viewmaster cuando escuchó la voz del anciano que le decía:

– En esta tienda todos los artículos tienen una historia interesante que contar.

Mario asintió con la cabeza y pasó al siguiente anaquel. Estaba repleto de caracoles de mar. Tomó el que tenía enfrente y se lo puso en una oreja. Recordó lo que alguna vez le había dicho su madre cuando apenas tenía 5 años:

– Si pones un caracol en tu oído puedes escuchar el sonido del mar.

Pero no escuchó el sonido del mar. En lugar de eso escuchó cantos de aves y el viento. Tomó otro y escuchó los ruidos de la ciudad, cláxones, sirenas, gritos y motores. Tomó un tercer caracol y escuchó voces que daban horribles alaridos. No tenía sentido, pero dada la naturaleza de aquel lugar ya no le pareció algo tan extraño, o imposible.

En el siguiente anaquel encontró una serie de cajas. Todas ellas diferentes entre sí.
La primera era de cartón y tenía una etiqueta con la leyenda: “Universo Paralelo #567”
La segunda era metálica. Tenía tres cerraduras y una etiqueta de regalo que decía: “Para Pandora” La tercera era una pequeña cajita musical, roída, despintada, oxidada por dentro y en la cara inferior la leyenda “Esta es tu vida.”

Estaba a punto de accionar el mecanismo de la cajita musical cuando algo cayó sobre su nariz. Era una pluma de un color blanco intenso, casi fulgurante. Tenía un aroma a flores silvestres y la frescura del rocío matinal. Alzó la vista y pudo ver colgado en el techo un enorme par de alas blancas.

– Esas no se venden. Están reservadas joven.

Mario siguió explorando por los anaqueles. Se estremeció un poco al ver una docena de botes de vidrio llenos de una extraña masa color café obscuro. Un trozo de cartón corrugado con la leyenda “Almas en conserva” colocado entre ellos. A un lado encontró pequeñas bolsas de plástico, cada una conteniendo una sucia servilleta. Abrió una de ellas para darse cuenta que aquellos artículos originalmente diseñados para ser desechados después de usarse estaban cargados de tinta, fragmentos de historias que jamás vieron la luz. Era como contemplar un mar de ideas que potencialmente pudieron haber cambiado al mundo. Pero no lo hicieron por quedar en el olvido.

– Tome una servilleta, esas son gratis joven.

Tomó una y se la guardó en el bolsillo derecho del pantalón. Los regalos por más inútiles que parezcan siempre deben de recibirse y agradecerse.

Entonces encontró lo que estaba buscando sin saberlo. O quizás él fue el encontrado, después de todo, estas cosas del destino suelen ser bastante confusas y subjetivas. Al fondo del anaquel, cubierto de telarañas, vio un frasquito de vidrio color café obscuro, sellado herméticamente por una tapa metálica color blanco, sin fecha de caducidad, sin número de serie, sin código de barras ni listado de ingredientes. Lo único que identificaba a aquel recipiente era una etiqueta mecanografiada con la leyenda

Conciencia Limpia. 500mg

Mario salió de ahí con una sonrisa en el rostro. Al abrir la puerta pudo sentir como un rayo de sol acarició sus párpados entreabiertos. Había cesado de llover y un atardecer majestuoso dominaba el cielo con texturas violetas, ámbar y azul pastel. Mario sintió que todo iba a ser mejor, de hecho, nunca en su vida se había sentido tan bien como en ese momento. Aquellas pastillas para la conciencia limpia le habían surtido un interesante efecto. Olvidó sus miedos, dejó de sufrir por no tener un buen empleo, por no saber que le deparaba el futuro y decidió que la próxima vez que lloviese saldría a la calle a disfrutar del aguacero golpeteándole el rostro. Caminaría sonriente mientras el agua le lavaría el cabello y refrescaría sus penas.

Ya no había razón para huir. Sintió que era indestructible, que no había más límites que los de su propia imaginación y se fue corriendo y gritando alegremente por aquella calle vacía una vez más.

Tenía la conciencia tan tranquila al salir de ahí que olvidó pagarle al anciano.

Fin =)

 

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