¡Despierta soñador! Te están esperando.
Juan Gnomo se levantó aquella mañana con un poco de desgano. Salió de su casa construida dentro de un enorme hongo rojo y recibió los primeros rayos del sol con un bostezo. Caminó unos pasos al sur y estiró una larga hoja de pasto de la cual consiguió suficiente rocío matinal para lavarse su cara, la barba y hasta enjuagarse la boca. Aún adormilado montó en su libélula azul, que era 3 veces más grande que él, y se dirigió revoloteando hacia el otro extremo del bosque.
Estando ahí se topó con Pedro Gnomo y Tobías Gnomo quienes se encontraban alardeando sobre el enorme gato que habían logrado espantar la noche anterior de la cuna de un niño de arena recién nacido en el pueblo vecino.
-Lo hubieras visto Juan Gnomo. Tenía unas garras gigantescas. Podía partirte en dos de un zarpazo. Exclamó Tobías Gnomo al tiempo que imitaba burlonamente los movimientos del felino citado.
Juan Gnomo bostezó. – A veces no entiendo para que evitamos que los gatos le roben el aliento a los bebés de arena.
– Porque es nuestro trabajo y es lo que nos gusta hacer. Eso y ayudar a las hadas del lago a construir sus palacios submarinos. Intervino Pedro Gnomo.
– Y hacer piruetas sobre nuestras libélulas para impresionar a las chicas. Agregó Tobías Gnomo con cierto aire de orgullo.
– No se… a veces siento que esta vida da para más. Esta mañana cuando pasé volando sobre el campo de flores de cristal pude ver como Flora Gnomo y Luna Gnomo me saludaban desde el suelo y pensé. “Cómo me gustaría tener una esposa que no tuviera tanta barba como yo.”
– ¿Una gnomo sin barba? Es como imaginar un trébol de cinco hojas. ¡O de tres! ¡Qué tontería!
– Juan Gnomo bajó la cabeza. Subió de nuevo a su libélula azul y se fue volando por el bosque. Ayudó a un ratón que se había lastimado una oreja, a un escarabajo que por una caída había terminado indefenso patas arriba, se detuvo un rato en una ciénega para que su libélula descansara, recolectó dos pequeñas piedras de cuarzo, mismas que llevaría más tarde a sus colegas para fabricar polvos medicinales y siguió revoloteando entre los troncos y ramas bajas hasta encontrar una sombra agradable bajo un gigantesco árbol de pan. Ahí, acurrucado entre las migajas que caían del árbol cerró los ojos y se puso a divagar sobre lo que más añoraba en la vida, una vida imaginada en la que él sería el gnomo más feliz de aquella tierra.
-Cómo me gustaría sentir el bullicio de una gran ciudad construida de acero y concreto. trabajar en una fábrica. Mejor aún; en una oficina, conducir un auto. Tener una tarjeta de crédito para comprar bienes y endeudarme el resto de mi vida pagando los intereses, jugar al tennis, o por lo menos al futbol, comprar un terrenito y tener una modesta casa en los suburbios, discutir de política en la sobremesa, tener una linda esposa (sin barba) y dos o tres críos que al igual que su padre, también sueñen con trabajar algún día en una fábrica, o mejor aún; en una oficina. quejarme sobre lo mal que está el país con los amigos, sacar la basura los domingos y envilecer mi mente con televisión, religión y ginebra. Si tan existiese un mundo así. Tan lleno de luces incandescentes, instituciones bancarias, autos, ruido, caos.
-Que mundo tan hermoso sería ese. sonrió.
Una migaja gigante cayó sobre la cabeza de Juan Gnomo y lo hizo abrir los ojos de nuevo. El atardecer púrpura hacía lucir particularmente bellas las nubes estratificadas, recuerdo de los dragones que en esa época del año emigraban al sur. El conejito de la luna le guiñó un ojo.
-¡Despierta soñador! Te están esperando.
Juan Gnomo suspiró. Se ajustó los pantalones, se acomodó bien el sombrero puntiagudo y retomó el vuelo en su libélula azul. se le hacía tarde para ayudar a sus colegas gnomos en la importante labor de evitar que los gatos le roben el aliento a los bebés de arena del poblado vecino.
-Cuentos de humanos. Tan bobos e inverosímiles como un trébol de cinco hojas… o de tres.